8 abr 2011

Dictadura y Literatura

Al igual que la belleza perfecta, que no existe, y que la maldad absoluta, que aún está por verse y sufrirse, la democracia total es una quimera: cualquier orden vital que se presuma democrático no es sino la suma de pequeñas y grandes dictaduras, de mayores y menores absolutismos, de imposiciones de hecho y por derecho. La literatura, al fin y al cabo creación humana y por ello imperfecta, no es ajena a la política, cabiendo distinguir en ella (en su interior como en sus aledaños, en sus actores como en sus observadores) un reflejo exacto de los modos de comportamiento antidemocrático, absolutista y dictatorial de los grupos de personas que en ella disponen y, por supuesto, imponen.

La palabra dictadura hace generalmente referencia a una forma de gobierno en la que el poder se concentra en la figura de un solo individuo. En ella no hay división de poderes, el mando reside en esa única persona, quien lo ejerce arbitrariamente en beneficio de aquella minoría que, esperando el beneficio propio, le apoya. De esta forma hay dictaduras transparentes, como las ejercidas en algunos países musulmanes y africanos y asiáticos y americanos. Pero también hay dictaduras relajadas, o democracias fraudulentas, como por ejemplo las estadounidense, británica o italiana, países en los que el poder está dividido o a un mismo individuo le supone un mayor esfuerzo detentarlo por completo y aquella minoría beneficiada es por lo tanto más amplia porque el sistema de intercambio de favores debe favorecer a más gente que en aquellas otras naciones musulmanas, africanas, asiáticas y americanas. También, desatendiendo las rígidas divisiones geográficas cabe distinguir dictaduras económicas, como la del capitalismo, precuela de la dictadura de la globalización, cuyas consecuencias son la dictadura de la pobreza, del sacrificio injusto y de la esclavitud; o sociales, como las amparadas en revoluciones o en la predominancia y sometimiento de un sexo sobre otro o de un color, casta, raza o religión sobre y a otros y otras.

Es decir, es dictadura casi todo, en realidad la democracia no existe y en su lugar las parcelas de poder, con aspiraciones absolutistas de alcanzar la totalidad, se las reparten grupos y grupúsculos que dictan, disponen e imponen a quienes por nacimiento, genética, geografía, bolsillo, gusto o simple casualidad se encuentran dentro de los grupos y grupúsculos y por lo tanto bajo quienes ostentan el poder en ellos.

Por lo que puede decirse que en literatura no hay democracia sino múltiples dictaduras que, vistas en su conjunto y a gran altura, podrían dar la sensación armónica de democracia. Cada actor literario, sea aristócrata o plebeyo, es dictador en mayor o menor medida, dentro de sus posibilidades, de su cuota de poder alcanzado (siempre inferior, muy inferior, al deseado). El mayor dictador de todos es el mercado, ente impersonal cuya vorticidad deglute por sistema cualesquiera cargos de absolutismo que contra él o ello se presenten. Pero ese mercado está compuesto, como decíamos, de grupos y grupúsculos sobre los que sí es factible cierta iluminación. Así las editoriales, sujetos impersonales en ocasiones y personales la mayoría de las veces, que dictan e imponen sus criterios a autores y lectores, seleccionando qué se publica y qué no, qué es merecedor de la edición y qué no, cuál será la tendencia literaria imperante y cuál va a tener que seguir conformándose con una supervivencia clandestina y suburbial, qué será moda y qué no, qué se llevará el próximo otoño-invierno y qué, caso de ser leído, criticado, comentado y analizado será empeño vano de reaccionarios díscolos que no asumen la dictadura de los tiempos, de la moda y de las tendencias editoriales.

También dictan o ejercen su propia dictadura los autores, entes personales sometidos no obstante a su vez a los dictados de editoriales, críticos, lectores y otros autores: aceptando las imposiciones de aquéllas favorecen su dictadura; pensando, mientras escriben, en los críticos y en los lectores alimentan sus dictaduras; buscando superar, mejorar, confrontar, establecer un diálogo e incluso alabar a otros compañeros de armas/profesión sufren sus dictaduras. Pero también cuando ejercen su arte, eligiendo una temática, un trasfondo, una o varias metáforas, tramando tramas, asumiendo un estilo y desarrollando una narración imponen todas ellas a su obra y con ello a las editoriales, críticos, lectores y otros autores.

Dictan los distribuidores, facilitando la circulación de aquellos títulos de los que prevén obtendrán un mayor beneficio, primando factores comerciales sobre factores artísticos, alimentando así la dictadura de aquel mercado impersonal, antiartístico y antiliterario.

Dictan las librerías, acatando los criterios de distribuidores y editores, aceptando sus dádivas y prebendas, colocando unas obras a la vista y otras no, solicitando ejemplares de unas y de otras no, conformando torres de algunos títulos y de otros sólo un par, o uno, o ninguno. Dictan con su tamaño, con su segregación, con sus ofertas, con sus dependientes, con su ubicación y sus horarios de cierre.

Dictan los medios, parloteando mucho sobre unas obras y sobre otras no; favoreciendo títulos editados por sus compañías matrices, contratando críticos dúctiles y maleables, buscando la aquiescencia del público masa, a cuya dictadura también se someten. Dictan relegando la literatura a páginas marginales, condenándola al ostracismo, mal pagando a sus comentaristas, contratando a los peores, a los más hambrientos, a los más inexpertos, a los más dúctiles y maleables.

Dictan los críticos o comentaristas, aceptando las imposiciones de los medios, de las editoriales, de los autores amigos que les deberán favores y que les serán devueltos en especie. Dictan con su ineptitud, con su falta de fondo y de lecturas, con su desconocimiento, con su diletantismo, con su conformismo ante el estado de cosas; con su inconformismo con el papel de sólo críticos, de sólo mediadores o presentadores del estado de cosas.

Dicta la blogosfera, hablando mal y sin conocimiento de todo aquello que le dará lecturas, lectores, seguidores, fama y, posiblemente, potenciará a sus teclistas como críticos mediáticos, autores o editores.

Y dictan los lectores, cuya menor formación les impide acceder a ciertas obras o cuya mayor preparación y bagaje les aleja de otras tantas. Dictan en sus elecciones a causa de un bolsillo absurdamente limitado, o de un tiempo que se acaba y que no volverá, o por el mero capricho. Imponen en sus comentarios, en sus consejos a otros lectores, en la publicidad que hacen cuando leen en lugares públicos y cuando enseñan su pequeña biblioteca a otros lectores. Dictan, sobre todo, cuando deciden no leer nada, cuando para ellos la literatura no existe, cuando leer es sinónimo de pérdida de tiempo y aun de acto vergonzoso. Dictan, en definitiva, con su no-actitud cuando deciden no ser lectores, o serlo pero de lo que a ellos les dé la gana.

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