18 abr 2011

Lectura Dublinesca


Pág. 15
los cinco elementos que consideraba imprescindibles en la novela del futuro […]: intertextualidad; conexiones con la alta poesía; conciencia de un paisaje moral en ruinas; ligera superioridad del estilo sobre la trama; la escritura vista como un reloj que avanza.
Pág. 71
Se considera tan lector como editor. Le retiró de la edición básicamente la salud, pero le parece que en parte también el becerro de oro de la novela gótica, que forjó la estúpida leyenda del lector pasivo. Sueña con un día en el que la caída del hechizo del best-seller dé paso a la reaparición del lector con talento y se replanteen los términos del contrato moral entre autor y público. Sueña con un día en el que puedan respirar de nuevo los editores literarios, aquellos que se desviven por un lector activo, por un lector lo suficientemente abierto como para comprar un libro y permitir en su mente el dibujo de una conciencia radicalmente diferente a la suya propia. Cree que si se exige talento a un editor literario o a un escritor, debe exigírsele también al lector. Porque no hay que engañarse: el viaje de la lectura pasa muchas veces por terrenos difíciles que exigen capacidad de emoción inteligente, deseos de comprender al otro y de acercarse a un lenguaje distinto al de nuestras tiranías cotidianas. […] Las mismas habilidades que se necesitan para escribir se necesitan para leer. Los escritores fallan a los lectores, pero también ocurre al revés y los lectores les fallan a los escritores cuando sólo buscan en éstos la confirmación de que el mundo es como lo ven ellos...

[…] estaba pensando en la llegada de nuevos tiempos que traigan esa revisión del pacto exigente entre escritores y lectores y sea posible el regreso del lector con talento. Pero puede que ese sueño sea ya irrealizable. Más vale ser realista y pensar en el funeral irlandés.
Pág. 102
el mundo es muy aburrido o, lo que es lo mismo, lo que sucede en él carece de interés si no lo cuenta un buen escritor. Pero era muy jodido tener que salir a la caza de esos escritores, y encima no dar nunca con uno que fuera auténticamente genial.

[…] ese intento de dar forma a lo que no la tiene, de dar forma al caos, sólo saben llevarlo a buen puerto los buenos escritores. […] En el fondo echa en falta el contacto continuo con los escritores, esos seres tan disparatados y extraños, tan egocéntricos y complicados, tan imbéciles la mayoría. Ah, los escritores. Sí, es verdad que les echa en falta, aunque eran muy pesados. Todos tan obsesivos. Pero no se puede negar que le han entretenido y divertido siempre mucho, sobre todo cuando —aquí sonríe maliciosamente— les pagaba anticipos más bajos de los que podía darles y contribuía así a que fueran aún más pobres. Malditos desgraciados.
Pág. 119
Un funeral no sólo por el mundo derruido de la edición literaria, sino también por el mundo de los escritores verdaderos y los lectores con talento, por todo lo que se echa en falta hoy en día.
Págs. 169-170
habría también que entonar ese canto funeral por la era digital —que algún día también desaparecerá— y no tener miedo, además, de viajar en el tiempo y entonar otro canto fúnebre por todo lo que vendrá después del apocalipsis de la Red, incluido el fin del mundo que seguirá al primer fin del mundo. Después de todo, la vida es un ameno y grave recorrido por los más diversos funerales.
Págs. 178-179
No queda otra cosa que una gran masa analfabeta creada deliberadamente por el Poder, una especie de muchedumbre amorfa que nos ha hundido a todos en una mediocridad general. Hay un inmenso malentendido. Y un trágico embrollo de historias góticas y editores puercos, culpables de un monumental desaguisado.
Pág. 188
la alegría de sentirse por fin libre, sin la atadura criminal de la edición de ficciones, una labor que a la larga se volvió un tormento, con la competencia siniestra de los libros con historias góticas y Santos Griales y sábanas santas y toda aquella parafernalia de los editores modernos, tan analfabetos.
Págs. 222-223
Beckett: ¿Y si marchara a Francia y huyera de la belleza de los faros y de los muelles últimos de los puertos del fin del mundo de la noble, querida, tierna, asquerosa tierra natal?

Dos días después, dice Beckett adiós a Dublín de una vez por todas y se dirige a París, que no tardará en convertirse en el destino de su vida. Allí vive un día una escena que él llamaría ya para siempre revelación y que una vez resumió así: «Molloy y los demás vinieron a mí el día en que tomé conciencia de mi estupidez. Sólo entonces empecé a escribir lo que sentía.»
Pág. 239
tratando de que al editor literario también pueda vérsele como un héroe de nuestro tiempo, como un individuo que es testigo de la desaparición de los editores de raza y reflexiona en el duro contexto de una sociedad que avanza a pasos agigantados hacia la estupidez y el fin del mundo.
Pág. 246
No hay escritores que lloren por ellos o por los demás escritores. Sólo alguien como Walter que lo ve todo desde fuera y que tiene una inteligencia y sensibilidad especial puede ver lo mucho que uno tendría que llorar siempre que viera a un escritor.
Pág. 249
[Flaubert:] «Todo esto me da náuseas. En nuestros días, la literatura se parece a una gran empresa de urinarios. ¡A esto es a lo que huele la gente, más que a nada! Siempre estoy tentado de exclamar, como San Policarpo: “¡Ah, Dios mío! ¡En qué siglo me habéis hecho nacer!”, y de huir, tapándome los oídos, como hacía ese hombre santo cuando se encontraba ante una proposición indecorosa. En fin. Llegará un tiempo en que todo el mundo se habrá convertido en un hombre de negocios y un imbécil (para entonces, gracias a Dios, ya habré muerto). Peor lo pasarán nuestros sobrinos. Las generaciones futuras serán de una tremenda estupidez y grosería.»
Pág. 265
[se pregunta] si no se hizo editor para tener que buscar exclusivamente ese talento máximo en los otros y así poder olvidarse del dramático caso de su personalidad, tan negada para la escritura, y ya no digamos para la genialidad. Es muy posible que se convirtiera en editor para escurrir el bulto y poder volcar la decepción en los demás y no exclusivamente en sí mismo.
Págs. 297-298
Todos los días veía en los periódicos las fotos de todos esos jóvenes nuevos editores independientes. Le parecían la gran mayoría seres insufribles y mal preparados. Nunca pensó que tendría sustitutos tan idiotas y le costó aceptarlo, un proceso largo y doloroso. Cuatro patanes habían soñado con sustituirle y finalmente lo habían logrado. Y él mismo había terminado por abrirles paso, les había ayudado a medrar al hablar bien de ellos. Le estaba bien empleado por haber sido tan bastardo, por haberse mostrado tan excesivamente elegante y generoso con los falsamente discretos nuevos leones de la edición.

Uno de esos nuevos editores, por ejemplo, se dedicaba a pregonar que vivimos en un periodo de transición hacia una nueva cultura y, queriendo medrar sin esfuerzo, reivindicaba a narradores de prosa en realidad obtusa, que habían encontrado una mina en el «lenguaje nuevo de la revolución digital», tan útil para encubrir su falta de imaginación y talento. Otro joven editor trataba de publicar autores extranjeros con el mismo gusto y estilo que el pobre Riba y en realidad sólo alcanzaba a imitar lo que éste ya había hecho con mucho mayor acierto. Otro quería copiar los ejemplos más vistosos del mundo de la edición española y soñaba con ser una estrella mediática y que sus autores fueran meros peones de su gloria.
Pág. 306
Hasta no hace nada, tenía la impresión de que era esencial para que una novela tuviera genio que, a lo largo de ella, un espíritu superior, más intuitivo y más íntimamente consciente que los mismos personajes de lo que estaba sucediendo, estuviera colocando el conjunto de la historia bajo la mirada de unos futuros lectores, sin participar él mismo en las pasiones, y movido sólo por esa placentera excitación que resulta del enérgico favor de su propio espíritu en el acto de exponer lo que con tanta atención ha ido contemplando.
Pág. 308
De Malachy Moore sabe que era andarín y que muchos le llamaban Godot. […] Era un autor absolutamente genial, aunque no había escrito nunca nada. Era el autor que le habría gustado descubrir.

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